En el país de las sombras largas

de Luz María Bedolla

 

Hay nombres que todavía no están. El día de hoy, 12 de Julio de 2017, se ha desprendido un trozo de hielo del continente antártico cuatro veces más grande que la ciudad más grande del planeta. Es un nuevo iceberg del que tenemos algunos datos: su ubicación, su peso, su tamaño, su dirección; pero para el cual no existe todavía un nombre.

Una mujer ciega ingresa en una de las habitaciones de la Casa Azul de Coyoacán. Sus ojos están abiertos y disponibles, su boca cubierta de lápiz labial sonríe. Ella habla en voz alta con el compañero que la lleva del brazo. Pienso: la ceguera oblitera la noción del otro si ese otro permanece en silencio y también, por lo mismo, la ceguera abre un lugar ilimitado y solitario para el ejercicio de la propia voz. Él le dice: “Hay acá un autorretrato. Es de medio cuerpo, tiene la cabeza ligeramente girada y su mano derecha está sobre su brazo izquierdo”. La mujer pide ser colocada junto al cuadro, de espaldas a él y pregunta cómo es que lleva posada la mano. El hombre toma su brazo, lo cruza sobre su vientre y se detiene a acomodar sus dedos tal como si distribuyera uno a uno granos de arroz. Entonces le dice que está lista. La mujer sonríe, pero esta vez lo hace con una sonrisa también interior. Él observa la escena mientras retrocede tres pasos para hacer un encuadre preciso que la incluya a ella y a la pintura detrás; tres pasos de concentración en retroceso que parecen extenderse a lo largo de un sábado de junio entero. Presencio entonces un momento brillante de la vida de la sombra; la alteración de la relación entre el ojo y el conocimiento en la producción de la traza de dos mujeres, una que mira a la otra con el cuerpo, resistiendo a la figuración, y cuyo registro, además de ser surcos marcados en la propia carne, conservará sobre una pantalla o sobre un papel para no poder verlos.

Pregunto a Daniel Escamilla si el título de su texto “Las formas de la muerte” tiene que ver con el libro “Las formas del olvido” de Marc Augé. Daniel me entrega tres palabras: “Todo que ver”. Augé describe tres formas o figuras del olvido: la figura del retorno, la cual permitiría recobrar un pasado perdido gracias al olvido del presente; la figura de la suspensión, que permitiría encontrar el presente gracias a la posibilidad de olvidar el futuro; y la figura del re-comienzo, que permitiría acceder al futuro gracias a la posibilidad de olvidar el pasado. ¿Qué es lo que sucede en esa franja extendida que antecede la muerte? Entre todas las formas de ocupar el mundo en el lapso que precede al fin narradas por Daniel elijo esta: “De niño me gustaban mucho los animales”, y en una nota diferida a pie de página continua: “Tanto que hubo un año en el que le pedí a los Reyes Magos un elefante de regalo. No me lo dieron, pero me escribieron una carta explicando sus motivos. Sí lo tenían, y sí era mío, pero no había suficiente espacio en la casa, entonces lo habían dejado en el zoológico de Zacango para que pudiera visitarlo todas las veces que quisiera. Yo estaba frustrado por saber que el elefante no iba a estar en mi jardín, como lo había pensado en un principio, pero estaba extasiado porque por fin tenía un elefante.” Antes que el niño deje de serlo, los Reyes Magos proponían no incorporar al espacio propio algo nuevo en posesión, sino trasladar la mirada hacia aquello imposesible, ubicado “afuera” y, sin embargo, también propio. Un propio-impropio. Un desplazamiento ubicuo en la noción de la propiedad. Quizá esta se trate de una forma más de subsistencia, otro afuera de la economía para el cual aún nos faltan las palabras que tanto preocupaba a Ivan Illich, como anotó Jean Robert.

Tomo el vuelo 2471 de Latam, asiento 15H. Desde el aire, en alguna coordenada ahora imprecisable, enciendo el monitor. Hay una escena en la película peruana Magallanes en que el personaje femenino encarnado por la actriz Magaly Solier habla en quechua. Lo hace de modo inesperado como gesto violento de sublevación al recordar el abuso sistemático que padeció a sus 13 años por un miembro del ejército durante la guerra interna en el Perú. La película, deliberadamente, no lleva subtítulos de este fragmento quechua. En un país fracturado por una profunda segregación sociolingüística, la fuerza del sonido de las palabras quechuas sin transcripción semántica adquiere la potencia anárquica del puro sentido que aún no tiene forma en una intención comunicativa irreductible a la traducción.

Sentados en las butacas del auditorio, un indígena maya de Bacalar nos explicaba los problemas que enfrenta su comunidad con el cuidado de las semillas y la preservación del monte. Yo leía la versión castellana de sus palabras en la parte baja de la pantalla donde él aparecía; al rato es el sonido de su voz el que me llama. Dejo de leer y lo escucho; no puedo entenderlo ‒pero puedo entenderlo‒. La lengua llega como desarreglo, disrupción. Hacia el final retiro un segundo la vista de su rostro en la pantalla gigante solo para leer abajo las letras que dicen “Esto no es mi palabra solita, es la voz de un grupo, es la palabra de muchos pueblos que estoy pronunciando”. Ya es jueves y tengo la impresión de que sobre mi cabeza no ha parado de llover.

El domingo anterior, la mujer que preparó un jugo de frutas para mí en la calle 5 de Mayo me explicaba cómo hacer las conexiones de metro para llegar al Museo de Antropología. Fui a buscar rastros de escritura maya y conocí los bellos ladrillos de barro que sustituyeron a la piedra como material de construcción en Comalcalco. Grabados con inscripciones que habían sido cubiertas bajo el estuco, las inscripciones inaccesibles al ojo habían formado el cuerpo de los muros. ¿Qué clase de marca secreta es una que se deja no en la superficie visible pero sí en el centro material de una edificación? Días después un compañero levanta la mano durante el foro. Habla de la planta piloto para el aislamiento a largo plazo de residuos nucleares, los que desde 1999 están siendo enterrados a 650 metros de profundidad en la formación salina de la cuenca del río Delaware en Nuevo México. El contenido mortal de este depósito radiactivo aún no encuentra manera de ser nombrado. Desde 1983 el Departamento de Energía de los Estados Unidos trabaja con un grupo de científicos, lingüistas, arqueólogos, antropólogos, escritores de ciencia ficción y futurólogos para encontrar un sistema de advertencia ¿decodificable? que habrá de ser grabado en la roca más dura del mundo. El equipo calcula entregar un plan de trabajo final al gobierno de los Estados Unidos en el año 2028. Entretanto esperamos que llegue el día en que no quede palabra.

Quizá sea una falsa dicotomía la del lenguaje hablado o escrito en la piedra. El mundo material es un repositorio de sensibilidad y grabación. El mundo entero como sensor. Joanna Zylinska habla de la fosilización, un proceso antes que un evento, un trayecto largo de extinción cuyo fin-final puede ser diferido, tal vez, como un espejismo en la carretera. Se trata de estirar el trayecto de la extinción que contiene en sí mismo lo inminente. ¿Existe densidad en lo inminente? ¿Cuánto mide el espesor de la línea que corta el ahora del fin? El instante de mi muerte es un relato autobiográfico en el que Maurice Blanchot describe el momento en que un hombre joven se encuentra frente a la línea de fuego durante la Segunda Guerra Mundial a punto de ser disparado a muerte, cuando intempestivamente es relevado de ese fin. Para Jacques Derrida ese instante a punto de morir es un gran momento de indecidibilidad, la muerte es la otredad más radical y la incertidumbre mayor. Para Blanchot ese instante había sido el más grande momento de sentido de su vida, un momento de máxima sombra y suspenso frente al destino. Es en Demeure donde Derrida dirá que el sobrevivir es algo que se diferencia tanto de la vida como de la muerte.

Esta franja extendida que precede a la muerte precisa de una ética de la extinción. Es lo que trae Juan Pablo Anaya al analizar el libro de Claire Colebrook, Death of the PostHuman. Dicha ética sería más bien una contra-ética que reclama un fin de la teoría tal como la conocemos hasta ahora, teoría que ha sido incapaz de pensar de pleno el problema de la extinción a la cual hemos sido ya auto-arrojados. En una ética de la extinción la teoría tendría también que extinguirse de modo de perfilar un mundo en el que no estaríamos presentes, una teoría inhumana en la suposición de que pronto ya no habrá una mirada humana apta para contemplar alguna escena, una ética anti-conciliadora capaz de desmontar el imaginario optimista de la sustentabilidad, la viabilidad y la adaptabilidad que aún confía en la supervivencia de nuestra especie y que es signo del fracaso negativo de la teoría. Así, la teoría debería entonces aceptar la pérdida total de lo simbólico, aceptar el fracaso (positivo) de sí misma asumiendo el desafío de pensar lo impensable de y en un desierto sin señas.

Si la otredad ya no está en otro lugar, específico y detectable, si no nos sirve reconocer el mundo en su “rostridad”, es tal vez porque ese otro somos nosotros mismos, quienes no podemos vernos por un desorden de la percepción como dice Anaya que dice Colebrook; o porque estamos parados en el punto mismo del cruce de caminos, en el punto mismo de la crisis de la cual somos causantes. Somos el punto de vista que nos hace ciegos a él: desde el punto de vista, el punto de vista es el único que no se puede ver.

La mujer que va con su coche al supermercado, que estaciona el coche, que escoge las mercancías entre los estantes, que finalmente las pone en su carrito, que luego las pone en la cajuela de su coche o sube el autobús con paquetes y los coloca bajo su asiento, que llega a su casa, que abre las envolturas, que las tira a la basura para, al fin, obtener un pescado que, después de congelado, puede eventualmente pasar al microondas y volverse comida; todo eso es también trabajo fantasma… Si usamos la metáfora para definir la relación entre el trabajo económico, el trabajo asalariado, y el trabajo fantasma, podemos decir que estamos en una situación en que la sombra se hace cada vez más larga, como cuando el sol baja en el Ártico… situación en la cual el cálculo económico no tiene nada que ver”, es la lección de economía sustantivista, antes que formalista, de Jean Robert.

Desprendidos de la masa de hielo continental, si nuestra extinción es un objeto sin nombre que se extiende como las sombras de un país en la parte extrema norte del mundo, si, como dijo Jean Robert, estamos viviendo el rechazo de la especificidad del mundo moderno en medio de la destrucción simbólica que él implica, tal vez haríamos bien en perpetrar el fin de la teoría transmutándola en una extensión vivida como quien encarna la imagen de un cuadro que se ama, aunque no se ve. Marcas que no significan, signos que no comunican, escenas de no conciliación que puedan poner en el cuadro más bien la escena de la devastación.